miércoles, 15 de febrero de 2012

EL REGRESO DE LOS "MAMA CHIVAS"

En esta "búsqueda de culpables", mucho es imputable a las capas sociales más altas de la ciudad que, de unos años para acá, decidieron quedarse en los carnavales en lugar de largarse para Cartagena o para Santa Marta, como lo hacían antes. Por abandonar la ciudad, los motejaban "mama chivas", que es un grado más bajo que el de los “mama burras” que se enseñoreaban de la urbe en el carnaval.

Leí los textos que puso a circular Manuel María Márquez por la Internet...
Será que, luego de lo acontecido, una vez más, en la noche de Guacherna del 2012, MMM y los demás que nos damos a la tarea de exigir unas "fiestas disfrutables" ¿estaremos hablando de lo mismo?

Más de una vez me lo he topado al Manuel María vistiendo el balandrán, la cara descubierta, unas veces empolvado otras no tanto, como es usual entre quienes se visten a medias con tal de ser reconocidos en el jolgorio, independientemente de que se llamen como él, Manuel María, Gustavo Enrique, Pablo Gabriel, Ernesto Arturo, Andrés Eduardo, Antonio Augusto o "El Guaricho", un pelafustán que reside en Las Nieves, "El Papi", otro de igual laya que está avecindado en El Tabor, o los Christian, Jean, William, Paola o Cristina como suelen llamarse
"los hijos de papi y mami" que exhiben su ebriedad en los desfiles de los clubes sociales maltratando el legado tradicional, el patrimonio, de la ciudad.

Para ellos, esto de "salir disfrazados" al espacio público, nada tiene que ver con divertirse a costa del que está del otro lado de la máscara ocultándole la propia identidad, impostando la voz, cubriendo el cuerpo con toda suerte de prendas y el rostro con maquillaje o con un antifaz.
Tampoco los conmueve "el cuento" de portar los elementos necesarios que les permitan "comportarse como si…", ejecutando un guión en el que, al modo de un divertimento, se cumplen roles, rutinas de gestos y parlamentos para diversión de los espectadores.
No. Ellos desfilan, garbosos y desafiantes, delante de la muchedumbre esperando ser reconocidos. Alimentan su vanidad con los saludos y los aplausos que les envían desde los palcos o los bordillos y al verse fotografiados en las páginas sociales.
Para estos personajes aquello de "no te vi en los carnavales", es el epítome de la frustración.
Por su parte, para el cultor del arte de disfrazarse, el goce de la mascarada consiste en reconocer a los demás y mofarse de ellos desde el anonimato que le provee el hecho de “estar oculto en el disfraz”. Para él, o para ella, no haber sido reconocido es la mayor recompensa en una jornada carnavalera.

Dice Manuel María que “quienes cuestionan a las hordas de monocucos que aparecen en época de carnaval están (¿meando?), un poco fuera del tiesto”. Su afirmación obliga hacer precisiones para evitar equívocos.
No se cuestiona el disfraz. Ni más faltara. Porque, ¿cómo puede haber un carnaval sin disfraz, sin reyes temporeros, sin pelele, sin parodias, sin músicas y sin carros alegóricos?
Enmascarados, reinas, capitanas, sultanes y reyes; Joselitos, diablos cojuelos , sardinas; comedias, danzantes y cantinelas, carrozas y carromatos, son ESENCIALES (así, con mayúsculas) para las carnestolendas.
Ninguno de aquellos puede faltar pues si tal ocurriera, entonces no sería una fiesta de carnaval.

Son otras cosas las que se censuran. Lo inadmisible es la perversión del acto de disfrazarse.
Bien porque "el disfraz no sea disfraz" o porque el disfrazado lo porte para cosas distintas al divertimento, la burla y el juego. No importa que se trate de las "fechorías" que se denuncian en las crónicas carnavaleras desde el Siglo XIX en Barranquilla y que van desde el asalto, hasta el homicidio; o porque los "comportamientos" que se asumen "repugnan" u "ofenden la sensibilidad" cosa que, dicho sea de paso, son juicios de valor, difíciles de precisar objetivamente corriendo el riesgo de caer en la censura que castra el espíritu transgresor que
define cualquier mascarada.

Así, pues, no son criticables "las hordas de monocucos" en el sentido que lo plantea MMM, sino las "gavillas de vándalos" que, salen a “perratearse” un evento público masivo.
Hoy, lo hacen siguiendo el ejemplo de ciudadanos prestantes cuya conducta invita a la imitación.
Igual que lo hacen aquellos, estos también mal-visten un disfraz de monocuco.
Ayer lo hacían simplemente "enmaicenados".
Ayer y hoy, igualmente ebrios, agresivos, desafiantes.
Al verlos, no es vano decir que el poderoso llega a creer que está por encima de la ley.
Así, mientras el "pelafustán de la clase de debajo de la escalera" calcula el riesgo antes de transgredir la norma, "el niño bien" lo hace sin consideraciones porque tiene la certeza de que no le va a pasar nada pues: "mi papi todo lo resuelve. No sabes con quién te estás metiendo”
Vale decir, entonces, que en esta "búsqueda de culpables", algo- y pienso que mucho - es imputable a las capas sociales más altas de la ciudad, que de unos años para acá decidieron quedarse en los carnavales en lugar de largarse para Cartagena o para Santa Marta, como lo hacían antes. Por ello, por abandonar la ciudad, los motejaban "mama chivas", que es un grado más bajo que el de los “mama burras” que se enseñoreaban de la urbe en el carnaval.

“Las clases altas regresaron al carnaval y las comparsas de los clubes están saliendo a las calles”, declara con unción uno de los pontífices de la jarana quien estima que con ello, las elites legitiman la fiesta y a la entidad que la maneja.
En esta línea que pretende encontrar en “el regreso de los mama chivas" una parte de la explicación de lo que pasó, y de lo que ha venido pasando, en la Guacherna y otros desfiles del Carnaval, se dice que "los patrocinadores imponen sus condiciones" cuando deciden pagar para que los vean a ellos y para que sus trailers circulen en los eventos callejeros durante la mascarada.

Es la Autoridad Distrital a quien la corresponde proteger los bienes de la cultura tradicional; definir qué, en qué y cómo se exhiben esos materiales simbólicos a través de los cuales es posible identificar, describir, registrar y conservar la memoria de cómo se fueron formando, la ciudad y sus instituciones.

Dicen que “porque ellos son los que pagan y con esa plata se ayuda a los grupos folclóricos”, entonces, tienen el derecho de asociar su marca, el nombre de sus negocios, la imagen de sus empresas con los iconos del consumo y no con los atributos patrimoniales de la fiesta porque:"el folclor no vende".
Algo tan evidente como que el negocio es con “Las Chicas Águila” y no con “Las farotas de Talaigua”
Según esta manera de razonar, que se le atribuye a los empresarios y anunciantes, los espectadores y turistas “consumidores de bienes culturales”, no vienen a Barranquilla para ver a las Danzas de Congo, ni a las Cumbiambas, ni a los Coyongos, ni a las Danzas Especiales y de Relación que conforman el Patrimonio oral e inmaterial de la humanidad, sino para "exponerse al consumo de marcas" en el acto de contemplar a las divas, a los actores de cine y de televisión; a los cantantes de moda y demás elementos que conforman la parafernalia mediante la cual, para seguir el discurso gramschiano: "unas minorías ejercen el derecho que creen tener para imponerle a las mayorías su ética, su estética y su visión particular del mundo y de la sociedad: su ideología".
Desde mi punto de vista, las elites barranquilleras, las de los "mama chivas", entendieron que el control del universo de lo simbólico se les estaba escapando de las manos, y con él su capacidad para imponer su ideología a la sociedad desde lo cultural y, por eso, regresaron a la fiesta para recuperar lo suyo: el control sobre el alma barranquillera.
Sin embargo, al retornar a Barranquilla encontraron resistencia en la conciencia y en la organización de los depositarios de la cultura tradicional y popular quienes fueron marcando la ciudad y reforzando la conciencia de su valía en su condición de ser “patrimonio oral e inmaterial de la humanidad”.

Para volver a tomar el control de la sociedad barranquillera, los “mama chivas” hacen lo que sea necesario para imponer su cultura consumista y homogénea, por encima de la tradicional y diversa. Son la continuidad de una saga en la que sus abuelos y bisabuelos, controlaron la cultura ancestral, atávica y rural, a la que ellos son ajenos, desde el compadrazgo, el patronazgo y el mecenazgo.
¿Cómo fue posible que los herederos de aquella aristocracia decimonónica y señorera del General Carajo "perdieran el control" sobre lo simbólico en la ciudad?
La explicación es, de suyo, compleja.
Bien pudiera estar relacionada con la ruptura entre política- políticos, y economía- empresariado que, en Barranquilla, se tradujo en una dinámica en la cual los primeros capturaron el mecenazgo de los segundos y lo sustituyeron por la cultura de clientelas electorales que se nutrían de las rentas municipales.
La crisis de ese modelo politiquero, coincidió con otra mucho más fuerte y definitiva para Barranquilla: la de la pérdida de la dinámica industrial que trajo consigo la irrupción de una burocracia empresarial cesante que encontró en las “industrias culturales” la oportunidad para obtener los ingresos de los que eran privados por la debacle económica de la ciudad.
Y, a fe que lo han logrado.
Guardando las debidas particularidades, yo creo que las circunstancias actualesson muy parecidas a las de los años sesentas, en lo que respecta a sus efectos sobre el deterioro del patrimonio simbólico de la ciudad.
Hoy no son los validos de la burocracia estatal “los que piden retribuciones” y pretenden cooptar a los depositarios de los bienes culturales y patrimoniales de Barranquilla, sino la burocracia privado- empresarial.
Pero, a diferencia de lo que pasaba en aquellos años, un mayor grado en los niveles de conciencia (formación académica, experiencia empresarial) y una mayor complejidad en los tipos de organización por parte de los depositarios de la tradición (Agfa, Fayfa, Agremiarte, Unicarnaval, Fundicaba, Carnaval de los Niños, Carnaval del Suroccidente, etc...) le plantearon un reto diferente a las elites de “mama chivas”( sociales, políticas, económicas, culturales, confesionales y gremiales).
Esas tensiones, que ya se vislumbraban desde 1990, llegaron a sus niveles más álgidos a finales del año 2.000.
Es entonces cuando los “mama chivas” lograron estructurar una estrategia compleja de respuesta desde el ejercicio del poder Económico, y desde su preeminencia política.
Se trata de una estrategia compleja de imposición en la que se mezclan: la espectacularizacion y la sustitución de unos materiales simbólicos por otros, capaces de llevar a la invisibilizacion de todo lo inmaterial y simbólico que conforma el patrimonio cultural de Barranquilla, aquello que singulariza a la ciudad en el contexto nacional e internacional.
¿Cómo superar estas tensiones entre elites y contra-elites, entre culturas y contra culturas?
La respuesta, en mi opinión, está en la Política Pública Cultural cuya construcción es responsabilidad del Estado.
Es la Autoridad Distrital a quien la corresponde, es su competencia y obligación, proteger los bienes de la cultura tradicional; definir qué, en qué y cómo se exhiben esos materiales simbólicos a través de los cuales es posible identificar, describir, registrar y conservar la memoria de cómo se fueron formando, la ciudad y sus instituciones.
No es aceptable que se argumente que "porque pagan", los empresarios y los promotores de marcas comerciales puedan hacer sonar en los desfiles patrimoniales la música que les venga en gana; puedan vincular a la escenificación del patrimonio a quien les dé la gana; y que, validos de la popularidad que les reporta el hecho de ser figuras públicas, puedan exhibirse vestidos como les provoque.
La autoridad cultural no puede dejar de serlo, ni condicionar su conducta al hecho de que se le reclame que "si el Distrito le pagara al operador lo que le pagan los patrocinadores por exhibir sus marcas comerciales, entonces será posible proteger a los grupos folclóricos y a la música vernácula”. Salvo, claro está, que esta autoridad pública no sea tal sino que funja como “el brazo político” del empresariado depredador y este, a su vez, sea la extensión económica de los
“mama chivas” que decidieron no volver a dejar en manos de la gleba, el campo en el que se escenifica la cultura, el alma popular: el carnaval.

Es una guerra entre lo carnavalero y lo folclórico por prevalecer, por apropiarse de un espacio público que, hoy, es insuficiente para ambos. Es una lucha por captar, cada quien a su favor, el interés y los excedentes económicos de
los que disponen los consumidores de los bienes culturales.

Quien tiene el poder requiere del espacio público para ejercer su hegemonía y para reproducir su ideología. En Barranquilla, una forma de hacerlo es conquistando el territorio imaginario del alma ciudadana: el carnaval.
Por eso, los citadinos debemos ser conscientes de que “las guerras” entre elites y contra- elites urbanas son por el espacio público como método, instrumento y objetivo porque: quien controla, usa y se apropia de ese espacio de la ciudad, es quien verdaderamente tiene el poder. Y, en esta disputa, el Country Club ha sido el eje, el centro, el reducto de los “Mama Chivas” que nos van ganando la guerra.
Entonces, no creo exagerar si afirmo que lo que en los últimos cinco años se viene
escenificando en las calles de Barranquilla con ocasión de los desfiles, en las previas y en los días del carnaval, son las batallas entre dos formas culturales que, hasta hace muy poco tiempo pudieron convivir en una extraña e inusual combinación entre el pasado y el presente; entre lo urbano y lo rural; entre la calle y la plaza; entre lo atávico- ancestral, y lo coyuntural- transitorio; entre el folclor y el carnaval.
En Barranquilla, las reinas, los disfraces, las comparsas, las comedias y las carrozas, aprendieron a convivir con los diablos arlequines, con las cumbiambas y las danzas de negros de Congo, en el espacio público.
Aprendieron a compartir la materialidad de la ciudad produciendo ese complejo mestizo que es el Carnaval en Barranquilla.

Pero, como se corresponde con la misma naturaleza territorial de la especie humana, en la medida en la que el espacio público urbano comenzó a ser escaso e insuficiente, las tensiones y la agresividad por su ocupación/uso, dominio/control y disfrute/explotación, escalan exponencialmente hasta llegar a límites insostenibles.
Esto explicaría los hechos que se han venido produciendo en los desfiles del carnaval, como una guerra entre lo carnavalero y lo folclórico por prevalecer, por apropiarse de un espacio público que, hoy, es insuficiente para ambos. Es una lucha por captar, cada quien a su favor, el interés, el tiempo y los excedentes económicos de los que disponen los consumidores de los bienes culturales.
A tono con los intereses de los “mama chivas”, lo que fue aprendido empieza a desaprenderse por la ciudad y los ciudadanos y, lo que fue una construcción colectiva que le tomó a Barranquilla cerca de cien años edificar, que es lo que tiene nuestra fiesta de ser un evento callejero, bien puede seguir varias “rutas”.
La primera de ellas es el camino adaptativo de la mutación en la que “lo que se es, deja de ser y se pasa a ser otra cosa”.
Se puede describir el camino mutativo con el caso de la danza de “El Garabato”.
Efectivamente, por allá, en los años mil novecientos treinta, los socios del Country Club “adoptaron”, hicieron suya, una de las Danzas Tradicionales de Negros de Congo, o de Negros de Turbante.
En las fotografías interiores de la “Revista Mejoras”, medio de comunicación de la elite corporativista que gobernaba la ciudad, muestran a los socios del Club bailando esa danza en el bulevar central del barrio El Prado, hoy llamado “Parque de Los Fundadores”.
Cualquier día, los socios, por su propia iniciativa, suprimieron el incomodo turbante y lo reemplazaron por manejables sombreros enflorados; cambiaron el machete por el instrumento de aguijar; modificaron la estructura del vestido y eso hizo posible que, treinta años después, por iniciativa de Delia Zapata Olivella, se le adicionara un esqueleto al formato escénico con el metarrelato, tomado de las tradiciones mexicanas, de la lucha entre la vida y la muerte que hoy forma parte del discurso explicativo de esa danza. “El Garabato” ya no es Danza de Congo, es
otra cosa distinta y en muy poco se parece al material folclórico original; ya nadie se acuerda de aquello y se tiene la idea falsa de que la de “El Garabato” es una danza folclórica cuyo origen se pierde en la memoria de los tiempos.

El segundo camino que puede seguirse es el de la sustitución/ desaparición de lo folclórico en el escenario de la ciudad. Lo vernáculo “migra” hacia las formas que le imponen las lógicas del espectáculo.
Así, los cumbiamberos dejaron de danzar en círculos alrededor de la cumbiamba para hacerlo linealmente.
De la misma manera, ocurrió en el reinado de Julieta Devis Pereira cuando la coreógrafa del Country Club, Sonia Osorio, reemplazó el vestido de la cumbiambera tradicional de las sabanas de Bolívar por otro hecho con “tela de cuadritos”, siguiendo los patrones del vestuario de las campesina de la provincia de Padilla porque eran “menos corronchos” y convenció a todo el mundo de la falsa idea de que aquel diseño era el “tradicional”.
Esa dinámica continua hasta el día de hoy cuando, “por razones técnicas”, se han impuesto colores, materiales y diseños pensados “para que luzcan en la transmisión de televisión”, al punto que el vestido de la cumbiambera, cada día se parece más al del tamborito panameño.

Siguiendo de las lógicas espectaculares, puede pasar que se llegue a la de transitar por la supresión de la más débil entrambas representaciones simbólicas.
Así ocurrió en la coronación de una de las hermanas Restrepo como reina del Carnaval.
Nuevamente, la coreógrafa Sonia Osorio, tomó la danza que hoy llamamos “Mapalé Faldeao” y la presentó en dicho acto de coronación celebrado una tarde de domingo en “El Romelio Martínez” con el mote de: “la orgía de los cuerpos”.
Aquella fue una puesta en escena con música de mapalé en la que los bailarines semidesnudos ruborizaban a las damas asistentes y las bailarinas, casi en cueros, enardecían a los machos asistentes a aquel espectáculo que no se veía ni siquiera en los escenarios lúbricos de “La Ceiba” a donde habían recalado “El palo de Oro”, “El Place Pigalle” y demás sitios de diversión con mujeres de vida alegre.
Aquella escenificación fue tan fuerte, que cambió las rutinas del baile tradicional y la vestimenta para danzarlo e hizo posible el tránsito de un baile rianero y mestizo a una danza negroide. El mapalé faldeao, desapareció.

Pero también puede ocurrir, como ocurrió en los finales de los años sesenta, que la fiesta espectacular migre desde los escenarios privados hacia el espacio público. Así pasó a finales de los años sesenta cuando los bailarines del Ballet de Colombia, por entonces un grupo eminentemente barranquillero, decidieron “abrir tolda aparte”. Aquellos muchachos, que aprendieron con Sonia los secretos de la parafernalia, abrieron sus escuelas y a los pocos, muy pocos años, colocaron el vodevil en el espacio público del carnaval dando inicio a la era de las fanfarrias, los rumbones y otras formas de comparsas espectaculares que hasta entonces
habían sido patrimonio de los clubes sociales, el reducto privilegiado y sacrosanto de los “Mama Chivas”, que solo las escenificaban en funciones con fines benéficos, a pocos días de la fiesta, antes o después de irse a capar carnavales en Cartagena o en Santa Marta.
O bien puede ocurrir que ambas formas culturales, carnaval y folclor, desaparezcan y sean reemplazadas por una nueva versión de la fiesta urbana: el festival.
Fue lo que pasó con el Carnaval Estudiantil que se celebraba en el mes de Agosto en Bogotá.
Hasta en los salones del Palacio de San Carlos se celebraban mascaradas oficiadas por la familia Presidencial. De aquellos saraos, la ciudad ya no tiene memoria, de tal manera que, en los últimos veinte años, se dio paso a una red de eventos y desfiles alrededor del Festival de Teatro del que fue pionera Fanny Mikey.
Quizás, es lo mismo que está pasando en el Festival Vallenato donde recientemente los procesos de las eliminatorias que congregaban al pueblo han ido quedando reducido a pequeños escenarios marginales y el centro del interés lo ha capturado “la final” en la que se gira alrededor de un cantante y un espectáculo de nivel internacional en el que lo menos importante es el vallenato.
Pero, algo peor, puede ocurrir.
Pasará que nos cambien el alma y nuestra sociedad, tal como la conocemos, desaparecerá.
Ya está pasando. De esta manera, el amoblamiento de la ciudad para la fiesta, los palcos, palquitos y sillas, en continuación de búsqueda de soluciones a la precarización del espacio público, nos han enseñado a los barranquilleros las capacidades, creencias y valores que nos llevan al punto de trazar límites imaginarios sobre ese espacio que es de todos.
En cada reducto que cada quien construye para sí y para los suyos, surge un “lugar privado de encuentro” al que solo pueden entrar los que se convocan “como iguales. Los que fueron invitados para hacer la fiesta”.
Cualquier “invasión”, por inadvertida que sea, da origen a disputas y reyertas, muchas de las cuales, en un hecho inédito en la cultura de “la vieja ciudad”, terminan aportando su cuota a las estadísticas de víctimas fatales.

Así, MMM, que pretender situar la responsabilidad de lo que pasa en los desfiles de carnaval como de la exclusiva y privativa responsabilidad del Operador, es de una ingenuidad, tan elemental, que raya en la sonsera. No quiero pensar que sea mala fe.
Está visto que en el hecho concreto de estas disputas concurren elementos, actuaciones y procesos disimiles que van desde el director de un grupo folclórico que se financia vendiendo cupos para participar en la Guacherna, hasta la Autoridad Cultural improvidente que, aparentemente, se deja chantajear con el argumento de que el Estado solo puede actuar como tal, solo si es capaz de reemplazar al ciudadano privado que hace las veces de patrocinador;
pasando por el comportamiento del Operador que “transita idóneamente” por el proceso festivo valiéndose de la racionalidad del capital.
Por: MOISES PINEDA SALAZAR.

dogma63@gmail.com