Mientras el Consejo de
Seguridad discute sobre el intrincado problema de Palestina, las mujeres,
fieles a la eterna política de la coquetería, discuten si es o no conveniente
alargar diez centímetros a la falda. La polémica ha llenado de un día a otro
los cuatro puntos cardinales de ese universo independiente, autónomo, que no se
preocupa de doctrinas Monroe´s ni de actas de Chapultepec. La jurisdicción del
sexo feo termina allí. En esa frontera imprecisa, sin delimitaciones
geográficas, donde se quiebran irremediablemente, empieza el caprichoso, el
pintoresco y voluble país de la moda. Nosotros -los de este lado del sexo- ante
la imposibilidad de conocerlo nos limitamos a creer que es un mundo distinto,
descomplicado, sin fenómenos atmosféricos y sin fuerzas de gravedad, en donde
los habitantes tienen una digestión perfecta y una conciencia limpia. Un país
ideal de donde un día -sin tarjetas de visita-nos llegó la falda larga.
Al principio tuvo que
luchar duramente, enfrentarse a la resistencia civil de los maridos que sabían
que diez centímetros de falda eran suficientes para desequilibrar el
presupuesto nacional. Tuvo que argumentar contra una generación que tenía los
sentidos acostumbrados a una moda más franca, más elemental, y que no podía
permitir que las rodillas y los tobillos pasaran a ser un espectáculo de
leyenda. Pero la falda larga era irrevocable voluntad del ancestro, el retorno
al puritanismo, o a la recatada vanidad de nuestras abuelas. Y tuvo que
prosperar.
Por eso, por ser esta
moda un retorno inesperado al pretérito, creo que ella está sometida a leyes
cronológicas especiales. A un tiempo que podría ser el que inventaron los
diseñadores de la «falda con almanaques».
La frase
entrecomillas, que podría presentarse en cualquier baile como un verso
modernista, la dejo para significar esa ancha campana jovial y serena, que
llevan nuestras mujeres desde hace unos días.
El elemento decorativo
son las hojas de los calendarios, tiradas allí, sin premeditación, como se van
tirando al cesto de los papeles. Pero el resultado -y esto debió ocurrírsele a
alguna aburrida secretaria de oficina- es, simplemente maravilloso. Vienen así
vestidas nuestras mujeres, transitando por un calendario nuevo, desordenado,
desprendido de un tiempo que no es el tiempo lógico, matemático, a que
estábamos acostumbrados, sino otro que, por lo informal, puede ser el que está
vigente por las variaciones de la moda. Así vestida, la nuestra es una mujer
intemporal.
Moviéndose en ese
tiempo personal, privado, nuestras muchachas, con su elasticidad, con ese
lejano desgarbo amoroso, iniciarán un renacimiento de la galantería.
Ya no habrá para
nosotros otro «jueves» sino ese que se quedó dormido escuchando el rumor de sus
rodillas. Nuestro «viernes» será el que se curvó sobre su vientre y puso en él
su oído para sentir el tropel de una lejana cabalgata. Abril nos llegará desde
la cintura de la novia para inventar una moderna primavera.
Pero tal vez -y esto
es lo malo- hoy no sería domingo en el traje de todas las muchachas.
Yo podría decir: ya
vienen los helicópteros. Decir que a nuestro paisaje le está haciendo falta su
presencia de pájaro fantástico, legendario. Que los niños campesinos sentirán
el rumor de su vecindad por el hilo de las cometas. Que lo verán venir, absortos,
abanicando el cielo de los árboles, a posarse sobre la tierra recién arada, a
la orilla del agua, como un barco descendido.
Recordaría Las mil y
una noches. Diría el hechizo de las alfombras mágicas que con sólo oír una voz
se llevaban al hombre por encima de los camellos y las montañas. Anotaría que
el viajero iba glorioso, bello y transfigurado, por entre las espadas del aire,
respirando un olor de lejanía, mientras soltaba su canción luminosa y ancha
como un alfanje.
Podría hablar de la
aventura del vuelo. Decir que su embriaguez es la revelación de nuestra
escondida bondad. Que cuando sentimos el avión suspendido sobre los hombros del
aire, descubrimos inesperadamente que aún nos queda la capacidad de
angelizarnos. Recordaría entonces las cosas que hemos visto otras veces desde
nuestra elevada estatura arcangélica. Hablarán de aquella aldea anónima
pastoril, que pasó una vez a la orilla de nuestro viaje. Diría que el vientre
de la aldea estaba curvado. Lleno de una gravidez frutal, de un silencio que se
parecía en algo al de una madre dormida. Que más allá, desenvuelto, estaba el
río indispensable. Y que venía mansamente, habitado de racimos y de niños, como
si no corriera el paisaje sino por la memoria de la aldea. Podría recordar
ahora, como. aquella vez, lo mucho de falsa, de artificial, que había en esa
beatitud. Decir que hay un doloroso desequilibrio entre la velocidad de la
máquina y la tranquilidad del espíritu. Que el trepidar de los motores, el
ansia de la ruta que se va prolongando hacia el atrás como una sed insaciable,
no puede proporcionarnos aquella blancura, aquella limpieza del alma.
Podría, ahora sí,
volver al helicóptero. Decir que él tiene sobre el avión no sólo las ventajas
de que puede anclar a la riberá de un árbol, descender hasta la espalda de la
yerba, quedarse suspendido del aire, pensativamente; sino que tiene -y ésta es
la principal- la ventaja de lograr la serenidad. Me acordaría de los pájaros y
diría que lo poético, lo musical del helicóptero, es lo poco que tiene de máquina
y lo mucho que tiene de colibrí.
Gabriel Garcia Marquez
para el universal de cartagena