22. Punto y aparte,
No sé qué tiene el acordeón de comunicativo que cuando lo oímos
se nos arruga el sentimiento. Perdone usted, señor lector, este principio de
greguería. No me era posible comenzar en otra forma una nota que podría llevar
el manoseado título de «Vida y pasión de un instrumento musical». Yo,
personalmente, le haría levantar una estatua a ese fuelle nostálgico,
amargamente humano, que tiene tanto de animal triste.
Nada sé en concreto acerca de su origen, de su larga trayectoria
bohemia, de su irrevocable vocación de vagabundo. Probablemente haya quien
intente remontarse por el árbol inútil de una complicada genealogía musical
hasta encontrar en no sé qué ignorado sitio de la historia al primer hombre que
se despertó una mañana con la necesidad inminente de inventar el acordeón. A
nosotros, señor lector, nada de eso nos interesa. Debemos conformarnos con
creer que -como todos los vagabundos decentes- -este instrumento se presentó
ante nuestros ojos sorprendidos sin partida de nacimiento y sin certificado de
conducta.
Tuvo -esto sí es indudable- una adolescencia disipada, oscura,
rayada de amaneceres turbulentos. Sus mejores años discurrieron en el rincón
anónimo, subido de vapores, de una taberna alemana. Allí, mientras la cerveza
se trepaba por la sangre de los hombres, buscando la cima de la reyerta, él
aprendió a decir su musiquita nostálgica, intrascendente,
al oído de las mujeres derrumbadas. Él hizo de lino crudo, de
cáñamo indómito, el sueño de la hembra a quien le ardía el hipo en el corazón y
tenía, sin embargo, la dolorosa certidumbre de que nunca bajaría hasta su
cintura.
Así, con esa implacable lección de humanidad, siguió meciendo la
fiebre de los suburbios, desdoblando su vientre en todos los puertos como
cualquier marinero irremediable. El vals francés pasó por sus pulmones diciendo
esa carga de tristeza, esa irreparable melancolía que tumbaba luceros en los
ojos de las Mignon y las Margot.
El acordeón ha sido siempre, como la gaita nuestra, un
instrumento proletario. Los argentinos quisieron darle categoría de salón, y
él, trasnochador empedernido, se cambió el nombre y dejó a los hijos bastardos.
El frac no le quedaba bien a su dignidad de vagabundo
convencido. Y es así. El acordeón legítimo, verdadero, es este que ha tomado
carta de nacionalidad entre nosotros, en el valle del Magdalena. Se ha
incorporado a los elementos del folklore nacional al lado de las gaitas, de los
«millos», y de las tamboras costeñas. Al lado de los tiples de Boyacá, Tolima,
Antioquía. Aquí lo vemos en manos de los juglares que van de ribera en ribera
llevando su caliente mensaje de poesía. Aquí está con su vieja vestimenta de
marinero sin norte. Como sé que no le faltan enemigos, he querido escribir esta
nota que tiene principio y tendrá final
de greguería.
Oiga usted el acordeón, lector amigo, y verá con qué dolorida
nostalgia se le arruga el sentimiento.
GABRIEL GARCIA MARQUEZ