LOS HABITANTES DE LA
CIUDAD… «Punto y aparte», El Universal,
Cartagena Mayo 21 de 1948
Los habitantes de la
ciudad nos habíamos acostumbrado a la garganta metálica que anunciaba el toque
de queda. El reloj de la Boca del Puente, empinado otra vez sobre la ciudad,
con su limpia, con su blanqueada convalecencia, había perdido su categoría de cosa
familiar, su irremplazable sitio de animal doméstico. En las últimas noches ya
no iban nuestras miradas a preguntarle por el regreso enamorado de aquella voz
que nos quedó sonando en el oído como un pájaro eterno; o por el rincón
temporal donde cortamos el hilo tenso de la aventura, sino que tratábamos de
impedir, de detener con un gesto último y desesperado aquella marcha lenta,
angustiosa, que iba precipitando las horas contra una frontera conocida que
era, a su vez, la orilla tremenda donde se doblaba nuestra libertad.
Diariamente, a las doce, oíamos allá afuera la clarinada cortante que se
adelantaba al nuevo día como otro gallo grande, equivocado y absurdo, que había
perdido la noción de su tiempo.
Caía entonces sobre la
ciudad amurallada un silencio grande, pesado, inexpresivo. Un largo silencio
duro, concreto, que se iba metiendo en cada vértebra, en cada hueso del
organismo humano, consumiendo sus células vitales, socavando su levantada
anatomía. Hubiera sido aquel buen silencio elemental de las cosas menores,
descomplicado; ese silencio natural y espontáneo, cargado de secretos que se
pasea por los balcones anónimos. Pero éste era diferente. Parecido en algo a
ese silencio hondo, imperturbable, que antecede a las grandes catástrofes.
Hundidos en él, sólo
oíamos el ruido rebelde, impotente, de nuestra respiración, como si allí afuera
en la bahía, estuviera aún Francis Drake, con sus naves de abordaje.
La madrugada -en su
sentido poético- es una hora casi legendaria para nuestra generación. Habíamos
oído hablar a nuestras abuelas que nos decían no sé qué cosas fantásticas de
aquel olvidado pedazo del tiempo.
Seis horas construidas
con una arquitectura distinta, talladas en la misma substancia de los cuentos.
Se nos hablaba del caliente vaho de los geranios, encendidos bajo un balcón por
donde se trepaba el amor hasta el sueño de los muchachos. Nos dijeron que
antes, cuando la madrugada era verdad, se escuchaba en el patio el rumor que
dejaba el azúcar cuando subía a las naranjas. Y el grillo, el grillo exacto,
invariable, que desafinaba sus violines para que cupiera en su aire la rosa
musical de la serenata.
Nada de esto
encontramos en el desolado patrimonio de nuestros mayores.
Nuestro tiempo lo
recibimos desprovisto de esos elementos que hacían de la vida una jornada
poética. Se nos entregó un mundo mecánico, artificial, en el que la técnica
inaugura una nueva política de la vida.
El toque de queda es
-en este orden de cosas- el símbolo de una decadencia. Hay una gran distancia
histórica entre esta clarinada prohibida y la voz amable del sereno colonial.
Este de ahora es hermano del que oyeron los ingleses después del primer
bombardeo a Londres. Igual al de Varsovia. El mismo que levantó su trinchera de
terror ante los ojos asombrados de los niños alemanes que cambiaron sus trompos
por ametralladoras. Con igual angustia lo oyeron todos los oídos de Europa; con
esta misma sensación desconcertante de que algo se está derrumbando a nuestras
espaldas. Con este mundo materializado donde los peces de colores tienen que
abrirle agua a los submarinos, con esta civilización de pólvora y clarines,
¿cómo se nos puede pedir que seamos hombres de buena voluntad?
Desde ayer,
afortunadamente, no oímos el toque de queda. Ha sido suspendido precisamente
cuando se había incorporado a las costumbres de la ciudad. Muchos sentían
nostalgia por esa destemplada y obligante serenata. Otros volverán
-¿volveremos?- a las visitas, recuperaremos nuestra agradable disciplina para
esperar la madrugada olorosa a bosque, a tierra humedecida, que vendrá como una
nueva Bella-Durmiente deportiva y moderna. 0 tal vez, seguros de que ya nada
nos impedirá trasnochar, nos iremos a dormir mansamente -extraños animales
contradictorios- antes de que los relojes doblen la esquina de la medianoche.
Gabriel Garcia Marquez.